Las huertas moriscas de Hornachos

 

Lo que fue durante siglos una rica villa, centro artesano, hortícola, comercial y minero, quedó convertido de repente en un despoblado. El drama de aquella comunidad desterrada –a la que se arrebataron sus hijos “para ser evangelizados”- que llevaba casi novecientos años en aquellas tierras y que partía hacia un rumbo desconocido, es difícil de imaginar. Este destierro masivo fue un duro golpe para la economía de la zona, que se vio sumida durante siglos en  la pobreza.  Un cronista de la época escribía: “Los moros se creían patricios de sus tierras por haber peinado canas en ellas más de ochocientos años”. La corona intentó repoblar sin mucho éxito el enclave, enviando a treinta familias castellanas viejas, mientras los antiguos habitantes del lugar emprendían un éxodo que daría lugar a una historia propia de un guión cinematográfico. Tras arribar al puerto marroquí de Tetuán – donde fueron rechazados por considerarlos europeos- , se afincaron en Rabat, fundando la República de Salé. Allí se convirtieron en corsarios que pusieron en jaque a la flota de numerosos países europeos – sobre todo de Castilla- y que llegaron hasta Islandia y Terranova. Pero se trata de una historia imposible de abordar en pocas líneas y este artículo va a poner su mirada sobre la herencia que dejaron atrás esas gentes. Concretamente la herencia que dejaron en el paisaje.

Una antigua canción de los hornachegos moriscos decía “Dónde iremos dónde, nosotros, que sólo sabemos cultivar naranjos y criar seda”.  Ortiz de Tovar escribió en el siglo XVIII “Trajeron de África a las huertas granados, naranjos, limoneros, limas, cidros, alcaparras […] y la simiente de la seda para cuya crianza trajeron morales y moreras”. Estos dos testimonios hacen referencia a una de las actividades más maravillosas que poseían los moriscos que habitaron estos parajes: la horticultura. Con un manejo envidiable del agua (mediante pozos, norias, acequias y aceñas) y  mediante una meticulosa gestión del terreno (construyendo terrazas de cultivo y llevando a cabo rotación de cultivos), dieron lugar a espléndidas y mimadas huertas en las que se mezclaban las hortalizas con los árboles frutales y con las plantas ornamentales (estudios palinológicos en la Alcazaba de Badajoz describen huertas jardines en las que se mezclaban alcachofas, melones, berenjenas, naranjos, ciruelos, azucenas, violetas, calas y crisantemos). Numerosas especies se empezaron a cultivar en nuestras latitudes por primera vez y novedosas técnicas hacían mucho más eficiente el arte de gestionar el agua de riego. Aún hoy se escucha por la zona adagio “Quien tiene un huerto, tiene un tesoro; y si el hortelano es un moro, doble tesoro”.

Aunque la mayoría de toda aquella riqueza desaparecería para siempre, los nuevos pobladores supieron aprovechar aquel legado y siguieron cultivando las huertas más fértiles y cercanas al pueblo. Varios siglos después se pueden adivinar las terrazas y acequias a las que generaciones de moriscos modelaron el fondo del Valle de los Moros y del Valle de los Cristianos, a la sombra de las cuarcitas de Sierra Grande. Viendo cómo algunos hortelanos de la zona miman la tierra, cómo todavía manejan con maestría el riego “por canteros” y, cómo en algunas acequias de esas huertas crecen violetas y hierbabuenas, resulta difícil no evocar el espíritu de aquellos fecundos huertos de hace cuatro siglos.  Y, salpicando las huertas, aún se puede descubrir uno de  los tesoros que dejaron los moriscos, una de las herencias más curiosas y sorprendentes de aquellas antiguas huertas: los naranjos. Pero ellos bien se merecen un artículo propio, que será el próximo.

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